Quedan fijos en Tiktok, en Instagram los instantes fugaces que a fuerza de repetición parecen durar -es una impostura, por supuesto y la repetición de lo mismo llega a ser vomitiva, ya basta, pasemos a la siguiente estampa, que en algo tenemos que desperdiciar nuestro tiempo, y eso es todo: el momento pasó, la oportunidad de ser críticos, reflexivos, analíticos, de resistirnos al despojo, de vernos en una perspectiva histórica, quedó atrás. Anomia digital se debería de llamar. Renunciamos a nuestra singularidad cósmica para ser populares, vistos, admitidos y hasta reconocidos, admirados. Somos nuestros propios administradores de marketing, y la mercancía: nosotros mismos.

¿Para qué hago ésto? Debería ser la primera pregunta a la que nos enfrentamos al publicar una selfie en las redes sociales, llámese como se llame.

¿Qué trato de ocultar/destacar, con el ángulo en que tomé esta imagen mía?

¿Por qué quiero que le pertenezca a otros, penetre en sus mentes y se convierta en algo imprevisto, cuando ni siquiera sé bien a bien, quién soy y sinceramente no me conozco? ¿Seré lo que me digan, me mediré con el rasero de las reacciones? Con mucha demasiada frecuencia, la gente ni siquiera se detendrá a mirar, pasara de largo o reaccionará con un emoji que es la nueva forma de representan del imperante silencio.

¿Por qué parece que, en la red social, sólo imito?

¿Sólo lo parece? No. Estoy imitando realmente, imitar devino la forma de «ser» uno mismo por ahora en la Tierra.

Imito, luego existo. Parezco, luego existo. Recibo likes, luego existo.

Para conseguir existir en el ciberespacio-metaverso, hasta utilizo el mismo fondo musical o la banda sonora que han empleado otros varios cientos o miles.

Contribuyo a generar miles de versiones del mismo meme. No importa quién sea, lo que importa es el meme. La red nos utiliza para reproducirse a sí misma.

Habito y propago en las redes sociales los mismos contenidos que muchos, los que causan una reacción hilarante.

Por ejemplo: personas que se quejan de la situación económica y hablan con su propio perro acerca de comérselo. ¿Realmente estará comprendiendo el perro el mensaje, o necesitamos tanto decir algo al respecto de lo que está pasando: miles de millones de dólares destinados a armar a un país, miles de millones de rublos destinados a desarrollar armas formidables, mientras los lechos de los ríos se secan, los polos se derrite y nuestra basura forma un nuevo continente enmedio del océano Pacífico, es ¿en serio?

Nuestra reacción ante la inminente oleada de robots que harán el trabajo de la mayoría, luce muy insensata: reírnos ante la tragedia neoliberal o comunista -dicen otros- que se avecina. Algunos chinos se van a trasladar en autos voladores, mientras los europeos dejarán el auto estacionado con el tanque vacío, buscando el calor generado por la masa en los medios de transporte público. Los latinoamericanos ya estamos acostumbrados. No sería sorprendente que lográramos unir nuestras fuerzas, voces y conciencias, para evitar que la potencia más poderosa del mundo nos arrastre a otra de sus guerras, tan exitosas en lo económico, catastróficas en lo humano.

Y entonces, cuando lleguen los robots a cumplir mejor con nuestras tareas y sin reclamos, adónde quedará aquella fama pasajera, obtenida de manera «instantánea», medida en likes que, al final representaron dinero contante y sonante por exposición de anuncios, para Google, para Mark Zuckerberg o para la empresa china detrás de TikTok (parece que ahí no hay anuncios).

Las redes sociales se llevarán la mejor tajada, o poco más que eso y caerán las fracciones correspondientes en manos de Microsoft y Apple por el «uso» de sus sistemas operativos (el usuario usa el sistema operativo… ¿o al revés? El sistema operativo incluye también como componente al usuario, para que realice operaciones determinadas en cierta forma).

Así como la forma de vida de los hombres de la segunda decáda del siglo XXI, se reduce a imitar con gracia, y eventualmente hasta parecer original, todos pagan por todo.

No hay apps realmente gratuitas. Pagas tu conexión y si quieres seguir empleando las herramientas gratuitas, pues sigue pagando. Tienes que pagar el fluido eléctrico, reparaciones, baterías, suscripciones… Estamos pagando entonces para perder profundidad, para convertirnos en una pegatina más, una estampa 3D que se repite hasta la náusea, sin salir de ello, haciendo las mismas cosas graciosas, que generan likes, que se vuelven eso, un instante fugaz que ya pasó, poblamos por un instante la conciencia de otros, lo hacemos reir. Y luego nada.

Herbert Marcuse -el marxista- se quejaba de cómo el capitalismo acababa por engendrar hombres y mujeres UNIDIMENSIONALES, planos, hipersimplificados, los carnets para el pago de impuestos, los usuarios de servicios bancarios asociados a tal o cual tarjeta; Byung Chul Han delata cada día más un «adelgazamiento» de la subjetividad, una reducción del discurso individual crítico, entre la cacofonía arrolladora de los mass media interesados en controlar el ciberespacio, hasta volverse el discurso crítico tan solo como una fingerprint, un consentimiento para que otro poco de riqueza se siga concentrando en pocas manos.

Las redes sociales normalizan el despojo y la autoexplotación de lo que somos.

Por Carlos Alberto Sánchez Velasco